
La Real Academia Española (2025) define la palabra crisis como un “cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o situación, o en la forma en que estos son percibidos”. También puede referirse a una “situación mala o difícil”. En el lenguaje cotidiano, solemos asociar la crisis con momentos complejos que provocan malestar.
Entonces, cabe preguntarse: ¿la llegada de un bebé a una pareja puede considerarse una crisis de pareja? ¿Provoca realmente un cambio profundo que puede generar malestar?
Para explorar esta pregunta, revisemos algunos factores claves:
El psiquiatra y psicoterapeuta José Luis Marín plantea que la historia de una persona comienza desde que sus padres se conocen. Es decir, la historia de un bebé se construye desde mucho antes de su nacimiento: empieza en la preconcepción, sigue con el embarazo, el parto y el posparto.
Un bebé no solo se forma en el vientre, sino también en el deseo de su madre. Aunque es cierto que hay embarazos no planeados o no deseados, la decisión (consciente o inconsciente) de sostener ese embarazo también forma parte de esta historia.
Además, no todos los bebés llegan en las mismas circunstancias: algunos nacen después de años de tratamientos de fertilidad, otros son buscados de forma natural, y algunos llegan por sorpresa. Estas diferencias no hacen a una historia mejor que otra, pero sí impactan en cómo la pareja vive el proceso. Me gusta usar una metáfora para explicarlo: cada pareja recorre un camino distinto, como si hicieran el Camino de Santiago por rutas diferentes; y ese camino influye en cómo se enfrentan a la llegada del bebé y el impacto que esté producirá en la relación.
Pocas veces nos detenemos a reflexionar sobre la historia y las dinámicas existentes en la pareja: ¿Cuándo nos conocimos?, ¿Cuántas cosas nos unen?, ¿Cuáles son nuestros valores y fortalezas? ¿Qué dificultades arrastramos?
El estado de la relación en el momento en que llega un hijo es determinante. La maternidad y paternidad representan un nuevo desafío: la construcción de una familia.
Aunque la RAE define familia como un “grupo de personas unidas por parentesco o consanguinidad”, a mí me gusta pensarla como un grupo que se cuida y se quiere mutuamente. Y cuidar no solo significa atender al bebé, sino también velar por el bienestar de la madre, del padre y del vínculo entre ambos.
En la práctica, hemos observado que cuando existen conflictos previos de comunicación, gritos, desprecios o silencios prolongados, estos tienden a intensificarse con la llegada de un hijo.
Durante el embarazo no solo se forma un bebé: también se forman una madre y un padre.
La crianza nos enfrenta a un territorio desconocido, donde no siempre sabemos quiénes seremos como padres. Aunque tenemos ideas previas basadas en nuestra cultura y experiencia, es la presencia del hijo la que nos otorga realmente ese rol.
Esto se nota con claridad en los casos de partos prematuros, donde no solo el bebé nace antes de tiempo, sino también los padres, que pueden no sentirse listos para asumir su nuevo papel.
El nacimiento de un bebé remueve emociones profundas en todo el entorno familiar.
Muchas mujeres se confrontan con su propia historia como hijas: desean parecerse o no a sus madres. Por otra parte, los hombres, especialmente los criados en modelos tradicionales sienten la presión de encargarse del sustento económico. Las abuelas pueden proyectar expectativas: una puede alegrarse por la llegada de una niña después de solo haber tenido nietos varones, mientras otra puede sentirse incómoda al asumir el nuevo rol de “abuela” ya que siente esto como una entrada a la tercera edad.
Las fantasías que genera la llegada del bebé impactan directamente en la pareja, que debe aprender a poner límites a las opiniones y deseos ajenos, y proteger su propia dinámica.
La participación de abuelos, tíos y demás familiares puede ser positiva o conflictiva, dependiendo de cómo la pareja gestione los límites. Pero al mismo tiempo, colocar límites requiere energía. Una norma de oro que rara vez se respeta es: “Dar consejos solo cuando son pedidos”. Los regalos no deseados, los comentarios sin filtro o la intromisión en la crianza pueden generar tensiones. Por eso, es fundamental que la pareja aprenda a decir “no” y a marcar claramente su espacio.
La corresponsabilidad significa compartir de forma equitativa las tareas y decisiones relacionadas con el hogar y la crianza. Esto no implica repartir cada tarea de manera idéntica, sino equilibrar las responsabilidades de acuerdo con las habilidades y disponibilidad de cada uno.
Uno de los mayores factores de crisis en las parejas hoy es que, aunque las mujeres se han incorporado al mundo laboral desde hace décadas, los hombres no han asumido el mismo compromiso en el cuidado del hogar y de los hijos. Esto genera sobrecarga y resentimiento, afectando la salud física y emocional de ambos.
La corresponsabilidad también implica compartir la carga mental: no es solo “hacer”, sino también pensar, organizar, anticiparse, algo que suele recaer desproporcionadamente en las mujeres.
El ser humano nace inmaduro desde el punto de vista neurológico. En especial, durante sus primeros 9 meses de vida, el bebé depende totalmente de sus cuidadores para alimentarse, dormir, calmarse y desarrollarse. Este proceso es llamado Exogestación.
Esto implica una enorme demanda física y emocional, que puede agotarlos si no cuentan con apoyo familiar o recursos económicos para delegar parte del cuidado. La falta de sueño, el poco tiempo para uno mismo y la pérdida de intimidad son desafíos reales que afectan la dinámica de pareja y la salud mental.
Queremos concluir señalando que: La llegada de un bebé transforma radicalmente la vida de una pareja. No se trata solo de una etapa feliz y mágica —que también lo es—, sino de un proceso complejo que puede poner a prueba los vínculos entre la pareja y sacará a la luz las tensiones ocultas.
Nombrar estos desafíos significa darle un marco realista y humano, que nos ayude a prepararnos mejor y a acompañarnos con más empatía en este gran paso hacia la parentalidad.
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