
El lunes vivimos una experiencia inesperada: un apagón masivo que paralizó durante varias horas buena parte de España y de Europa. Lo que parecía imposible en pleno siglo XXI, ocurrió de repente, sin previo aviso. Sin móviles, sin luz, sin semáforos, sin internet. Solo silencio, incertidumbre y un enorme “¿y ahora qué?”.
En los primeros minutos, la mayoría reaccionamos con sorpresa. Después, llegó la activación. Nuestro sistema nervioso detectó una amenaza, y como si estuviéramos en tiempos prehistóricos, se encendió el modo supervivencia. ¿Qué está pasando? ¿Cuánto va a durar? ¿Estoy a salvo? ¿Tengo agua, comida, batería, conexión?
Esta respuesta es automática y natural. El sistema simpático —la parte de nuestro sistema nervioso encargada de ponernos en alerta— se activa para ayudarnos a sobrevivir. Corazón acelerado, tensión muscular, respiración más rápida… Nuestro cuerpo se prepara para actuar, aunque no sepamos aún hacia dónde.
En muchos lugares, lo que ocurrió después fue sorprendente. Las personas se ayudaron mutuamente. Se organizaron para cruzar calles sin semáforos, para compartir velas, comida o simplemente conversación. La desconexión eléctrica trajo consigo una conexión humana que, en medio del caos, devolvía cierta calma.
Eso sí, no todos vivimos el apagón igual. Quienes ya estaban en una situación de estrés previo, o quienes arrastran vivencias pasadas difíciles, pudieron sentirlo de forma más intensa, incluso como una amenaza traumática. La vivencia fue colectiva, pero la experiencia fue profundamente individual.
Aunque la luz volvió, algo en nuestro interior se quedó procesando. Muchos describen haber sentido cansancio extremo al día siguiente, dificultad para concentrarse, una especie de “resaca” emocional. Y es que, igual que la red eléctrica se sobrecargó, también lo hizo nuestro sistema nervioso.
Este tipo de colapsos no solo se viven en lo externo: también pueden dejar bloqueos internos si no les damos tiempo para asentarse. El cuerpo necesita completar la respuesta al estrés, volver al equilibrio. A veces lo consigue solo, pero otras veces necesita ayuda.
Nombrar lo vivido: Hablar de lo que pasó, compartirlo, ponerle palabras, ayuda a integrar la experiencia.
Cuidar el cuerpo: Dormir bien, alimentarse de forma saludable, moverse suavemente y evitar sobrecargas sensoriales.
Bajar el nivel de activación: Técnicas como la respiración consciente, los paseos en la naturaleza o el contacto con personas queridas ayudan a calmar el sistema nervioso.
Pedir ayuda si es necesario: Si sientes que el susto no se va, que sigues tenso/a o desbordado/a, existen enfoques terapéuticos como el EMDR que pueden ayudarte a reprocesar la vivencia.
La experiencia del apagón nos recordó que no lo controlamos todo. Que nuestras rutinas pueden romperse en cualquier momento. Y que, incluso en medio del caos, somos capaces de adaptarnos, de colaborar, de encontrar calma en lo sencillo.
Quizás lo más valioso que nos dejó ese día fue la posibilidad de mirar hacia dentro y preguntarnos: ¿qué necesito para sentirme seguro/a?, ¿qué me sostiene cuando todo lo demás falla?, ¿cómo cuido de mí cuando se apaga el mundo?
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